martes, 11 de diciembre de 2007

El huerto que quiso ser solar




Érase una vez un terreno en las proximidades de una ciudad cualquiera del Mediterráneo. Rodeado de naranjos y con un camino flanqueado por cipreses que llevaba hasta la casa en que se pasaba el veraneo, lejos de los calores de la urbe.
Llevaba en la cabeza
una lechera el cántaro al mercado
con aquella presteza,
aquel aire sencillo, aquel agrado,
que va diciendo a todo el que lo advierte
"¡Yo sí que estoy contenta con mi suerte!"

Pero alquien decidió que España iba bien y las constructoras comenzaron a comprar las fincas más próximas al perímetro urbano. La ciudad iba a doblar su población, se construirían miles de viviendas y el dinero correría a raudales por sus calles. Todos tendrían un BMW, como poco, y comprarían piso nuevo (con lo cual el dinero volvería al bolsillo de las inmobiliarias).
Esta leche vendida,
en limpio me dará tanto dinero,
y con esta partida
un canasto de huevos comprar quiero,
para sacar cien pollos, que al estío
me rodearán cantando el pío, pío.
Del importe logrado
de tanto pollo mercaré un cochino;
con bellota, salvado,
berza, castaña engordará sin tino,
tanto, que puede ser que yo consiga
ver cómo se le arrastra la barriga.

La finca del cuento esperó la aparición del empresario salvador, que llegaría con su PAI debajo del brazo, pero… esperando, esperando, la casa se deterioró, en el camino crecieron las malás hierbas y los naranjos murieron, primero, y fueron arrancados después. Hasta la tapia se derrumbó y nadie ha aparecido con la consabida recalificación.

¡Oh loca fantasía!
¡Qué palacios fabricas en el viento!
Modera tu alegría,
no sea que saltando de contento,
al contemplar dichosa tu mudanza,
quiebre su cantarillo la esperanza.